He vivido en España durante casi una década, sumergiéndome por completo en una cultura y un idioma que antes me eran ajenos (de hecho, estaban en el otro extremo del planeta). Como neozelandesa y hablante nativa de inglés, el proceso de integración ha sido tanto gratificante como desafiante. No se trata solo de aprender un nuevo idioma, sino de navegar por el paisaje cultural que lo acompaña. Convertirme en bilingüe me ha abierto un mundo de oportunidades, pero también me ha llevado a enfrentarme a un sentido de identidad único y en constante evolución.
Los primeros días: choque cultural y barreras lingüísticas
Cuando me mudé a España, estaba bien preparada a nivel lingüístico, ya que contaba con una sólida formación académica en Lingüística y Lenguas Modernas. A pesar de ello, mis conocimientos teóricos no me prepararon para la realidad vivida de las conversaciones cotidianas, las sutilezas culturales y los dialectos locales. Aprender español en un aula es muy diferente de hablarlo en las calles de Madrid o Almería, donde entran en juego las expresiones coloquiales y los acentos regionales, sin mencionar un conjunto totalmente distinto de normas socioculturales.
Pronto me di cuenta de que ser capaz de conjugar los verbos a la perfección no equivalía a una comunicación adecuada. Cosas simples como no entender los chistes, no saber qué se dice o se hace en contextos sencillos como pedir un café o bajar del autobús (olvídate del “Can I please have” y del “Thank you, driver!”), y no poder seguir el ritmo de las conversaciones cotidianas me hacían sentir como una forastera. No se trataba solo de hablar el idioma; me estaban presentando una nueva forma de pensar e interactuar con el mundo.
Bilingüismo: más que solo un idioma
A medida que me sentía más cómoda hablando español, comencé a darme cuenta de cómo cambiar entre el inglés y el español influía en mi sentido de identidad. Hablar inglés me conectaba con mis raíces, permitiéndome expresarme de manera familiar y natural. Sin embargo, cuando hablaba en español, notaba sutiles cambios en mi forma de comunicarme y de presentarme. Por ejemplo, en español tendía a ser más abierta y directa, cualidades que no se manifestaban con tanta facilidad en mis interacciones cotidianas en inglés.
Hablar otro idioma es mucho más que simplemente cambiar palabras: cada lengua está cargada con el peso de su propia historia, con su propio conjunto de normas sociales y expectativas culturales. Expresiones comunes en un idioma pueden no existir en otro, o pueden existir pero no ser apropiadas ni tener sentido en los mismos contextos. En cierto sentido, no estaba solo aprendiendo a hablar español; estaba aprendiendo a ser española. La persona que era cuando hablaba en español no era exactamente la misma que cuando hablaba en inglés.
Biculturalismo: encontrar un equilibrio entre dos culturas
Conforme mejoraban mis habilidades lingüísticas, también crecía mi comprensión de la cultura española. Adopté con los brazos abiertos tradiciones como las tapas, la siesta y los vibrantes festivales que son parte integral de la vida local. Pero esto no significaba abandonar mi identidad anterior. En cambio, me encontraba fusionando aspectos de las dos culturas en mi vida diaria.
Por ejemplo, aunque valoro mucho el enfoque español hacia el ocio y la vida familiar, donde las relaciones y la relajación tienen prioridad sobre los horarios rígidos, también conservo mi sentido anglosajón de la independencia, la puntualidad y la necesidad de espacio personal. A veces, me siento atrapada entre dos mundos, negociando qué comportamientos se sienten apropiados y auténticos en cada momento.
El biculturalismo a menudo se siente como vivir en un espacio liminal, sin pertenecer del todo a una cultura ni a la otra. Cuando estoy en España, hay momentos en los que siento el tirón de mis raíces neozelandesas, ya sea por el deseo de caminar descalza, anhelar fish and chips en la playa, o echar de menos el humor y las expresiones que solo tienen sentido en mi lengua materna. Por otro lado, cuando visito Nueva Zelanda, me sorprendo diciendo “¡salud!” cuando alguien estornuda, casi respondiendo en español cuando me preguntan la hora, y añorando el ritmo de vida pausado al que me he acostumbrado en España.
Abrazando la identidad híbrida
A pesar de los desafíos, ser bilingüe y bicultural ha enriquecido mi vida de maneras que no podría haber anticipado. Me ha hecho más adaptable, más empática y más abierta a nuevas perspectivas. Cambiar entre idiomas me ha dado la capacidad de conectarme con las personas a un nivel más profundo, entendiendo no solo las palabras que dicen, sino también los contextos culturales que moldean sus visiones del mundo.
Otro beneficio del bilingüismo es cómo ha ampliado mi flexibilidad cognitiva. Las investigaciones muestran que los bilingües suelen tener una ventaja mental en la multitarea y la resolución de problemas, ya que nuestros cerebros están constantemente alternando entre marcos lingüísticos. En mi caso, también me ha dado la capacidad de abordar situaciones desde diferentes perspectivas culturales, haciéndome más consciente de las suposiciones que traigo de mi propio trasfondo y más sensible a los puntos de vista de los demás.
Al reflexionar sobre mi viaje de convertirme en bilingüe y bicultural, me doy cuenta de que mi identidad no es fija, sino fluida. Vivir entre dos idiomas y dos culturas me ha moldeado en una mezcla de ambas: no soy completamente kiwi ni completamente española, sino una combinación única de las dos. Y eso está bien. De hecho, ¡es algo digno de celebrar!
Para cualquier persona que emprenda un viaje similar, mi consejo es que abrace la complejidad. Habrá momentos de confusión, frustración y añoranza, pero también de profunda conexión, alegría, crecimiento personal y descubrimiento. El bilingüismo y el biculturalismo son regalos que nos abren los ojos y nos permiten ver el mundo a través de múltiples lentes, enriqueciendo no solo nuestra comprensión de los demás, sino también nuestra relación con nosotros mismos.
“No soy de aquí, ni soy de allá,” tema precioso del gran Facundo Cabral:
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